Después de la aventura por el desierto, me despedí del que habían sido mis piernas durante este mágico viaje, el camello salvaje. Únicamente una mirada de agradecimiento, distante, firme, pero suficiente. Tiempo después llegué a lo que sería mi alojamiento durante los siguientes días. Un asentamiento de una familia nómada, formada por varios adultos y algunos niños. El terreno se sentía ya más seguro, al menos había verde, algunos árboles y se podía sentir humedad en el aire, arrastrada de algún río o lago cercano. Además, el hecho de saber que una familia vivía allí significaba que era un entorno habitable lejos de posibles peligros.
Fue allí donde encontré lo más puro de mi viaje; el amor y el respeto que me procuraba aquella gente sin siquiera conocerme. Me aceptaron en su núcleo, me ofrecieron una tienda para dormir caliente, agua y comida a cambio de ayudarles durante esos días, y contarles sobre mi. En aquel momento pensé para mi; cómo gente que domina la naturaleza, que se mueve por este terreno peligroso sin impedimentos, que tiene que vivir en distintos sitios durante el año porque el clima arruina su confort, son felices, conscientes de ello, y con la humildad para querer conocer cómo es mi mundo, aprender de él. El dialecto que ellos hablaban era propio de su familia, una etnia muy minoritaria de las cuales ya quedaba poca gente en la comunidad. Uno de los chicos jóvenes podía usar alguna palabra que entendía y con eso pudimos intercambiar algunos conocimientos, ya que el resto se trataba de miradas gestos y empatía.
El sitio, como imaginareis, era humilde hasta sus cimientos. Es decir, lo necesario para resguardarse, para conseguir alimento y agua, cuidar a sus animales y preparar los viajes para su siguiente ubicación. Es por ello que mi viaje fue, en todos los sentidos, un choque no sólo cultural, sino de manera de actuar, ya que allí no hay grifos, ni tuberías. El calor se genera con fuego y la lluvia es un recurso más a utilizar, no algo de lo que huir.
Llegué a conectar con esa familia, porque…¿qué significa conectar? Vivimos “conectados” unos a otros por redes, teléfonos, internet… guardamos relaciones de distinta procedencia y por lo tanto distinto grado de implicación; tu familia, tu pareja, amigos, compañeros, colegas, conocidos… al final etiquetamos a nuestras relaciones en función de lo que significan para nosotros, y en ese mismo grado nos preocupamos por ellos o nos ofrecemos a ellos. ¿Qué hace que esta gente te de TODO lo que tienen sin siquiera conocerte? Sentir que sacrificarían su bienestar por un desconocido, que compartirían cosas contigo a cambio de tener escasez para ellos. Conectar es ver más allá de lo visible, de lo material, de lo que tienes, de cómo eres, de tu piel, lengua, o lugar y ofrecerte con amor y respeto, confianza y dedicación aunque no sea correspondida.
Para quien no lo conozca, el noroeste de China es una región poco o nada urbanizada, donde las sociedades se establecen en pequeñas aldeas y asentamientos. Mucha de la gente local son minorías étnicas que siguen viviendo con las mismas costumbres que sus antepasados, algunos de ellos siguen siendo nómadas que viven moviéndose por distintas partes del terreno dependiendo de la estación del año o la climatología.
El terreno es cambiante debido a las estaciones y su localización, y a la poca contaminación y domesticación del terreno. Sigue habiendo muchísimo terreno virgen, donde la primavera hace su trabajo de creación, el verano trae un calor seco, fuerte aunque escaso en tiempo, y la mayor parte del año es frío con épocas de nieve y heladas del terreno. Digamos que todo actúa de manera mucho más “natural” allí.
Fue un auténtico descubrimiento ver parajes naturales tan extensos, la bastedad del terreno que se pierde en el horizonte. Poder ver cómo en el cielo se forman nubes y zonas de lluvia y al mismo tiempo por la noche perderías la cuenta contando estrellas, por la cantidad que se pueden ver.
Sin duda, preveía que ese viaje iba a transformar mi manera de ver el mundo. Mi mundo, pequeño, controlado, invulnerable, cómodo, seguro… Ahora me sentía dejado caer en una tierra salvaje, descontrolada, natural. Una tierra que no se preocupa por tu bienestar, que avanza a su ritmo y con sus propias normas. Me sentía pequeño en algo tan grande, pero al mismo tiempo parte de ello, conectado con toda esa naturaleza, acogido por ella como uno más.
Mi aventura me condujo a hacer una excursión de 3 días por uno de los inmensos desiertos que pueblan nuestro planeta. En una primera etapa atravesé en coche prados y montañas a medida que el terreno cambiaba de un color verdoso y a tonos amarillos y grises. Sentía perplejidad ante ese cambio tan marcado; puedes notar como tu piel siente distintas texturas en el aire, distintas temperaturas. El destino era lejano, e iba a necesitar de un esfuerzo tanto físico como mental. Es algo que ya sabía, me había preparado para ello, y me sentía con fuerzas y preparado para lo que pudiera venir.
La segunda etapa de la excursión se desarrolló sobre un terreno muy distinto a lo descrito antes. Se trata de un terreno seco, caliente, áspero… algo en entre un desierto de arena y una montaña de árboles secos. Aquí comencé una travesía montado en un camello que debía medir 4 metros.
He de decir que una de las cosas que más me sorprendió y a la vez me generaba cierto miedo era los animales de la zona. Soy una persona que ama a los animales y tiendo a acercarme a cualquiera siempre que tengo la ocasión. Pero en este caso, no sólo el camello, sino todos los animales que me fui cruzando por el camino, me generaban una sensación de respeto. No como aquel perro de tu vecino, atado con una correa que mueve la cola cuando te ve, o el gato de tu amigo que se acurruca en tu regazo. Aquí los animales han nacido en su entorno, han sobrevivido por su propios medios, y tu presencia en ocasiones puede llegar a incomodarles. Sin hablar de su aspecto, animales grandes, fuertes, curtidos por el clima, por la búsqueda de comida, por la supervivencia. Una de las anécdotas que recordaré siempre es el golpe de realidad (en sentido literal) que me dio una cabra con sus cuernos por el simple hecho de mirarla. Repito, no una cabra como la que te mira desde el arcén de la carretera cuando pasas con el coche, una cabra que debía pesar 250kg, muy grande y con una mirada inquietante.
Volviendo al camello, tuve miedo casi durante todo el recorrido, no solo por el genio del animal, sino porque el terreno se volvía cada vez más incómodo, más incomunicado, más salvaje. Sabía que tendría que dormir en algún lugar de este terreno, ya que no podía verse nada similar a un refugio hasta donde llegaba la vista. Iba a estar a merced de la naturaleza y de todo ese poder. Aunque cerca de mi guía, seguía pensando en mi sofá, cómodo, seguro, caliente, ya que en este momento empezaba a anochecer y el frío empezaba a afectarnos a todos… menos al camello, que parecía no importarle ni el frío, ni yo.
Sólo la luz del primer rayo de sol de la mañana siguiente, el calor que penetró en mi piel al verlo y la belleza de su color creciendo a medida que pasaban los minutos fue lo que consiguió que dejara de sentir miedo por lo pequeño que me sentía ante todo eso. Tras pasar la primera noche en una tienda de campaña, rezando porque lobos u otros animales estuvieran a dieta, y esperando que el frío no congelara mis pies, me puse en marcha rumbo al corazón del desierto. Dunas y más dunas vestían el terreno, algo precioso, belleza en sus formas, calma, tranquilidad, sutileza, pero al mismo tiempo enormidad.
Después de la aventura por el desierto, me despedí del que habían sido mis piernas durante este mágico viaje, el camello salvaje. Únicamente una mirada de agradecimiento, distante, firme, pero suficiente. Tiempo después llegué a lo que sería mi alojamiento durante los siguientes días. Un asentamiento de una familia nómada, formada por varios adultos y algunos niños. El terreno se sentía ya más seguro, al menos había verde, algunos árboles y se podía sentir humedad en el aire, arrastrada de algún río o lago cercano. Además, el hecho de saber que una familia vivía allí significaba que era un entorno habitable lejos de posibles peligros.
Fue allí donde encontré lo más puro de mi viaje; el amor y el respeto que me procuraba aquella gente sin siquiera conocerme. Me aceptaron en su núcleo, me ofrecieron una tienda para dormir caliente, agua y comida a cambio de ayudarles durante esos días, y contarles sobre mi. En aquel momento pensé para mi; cómo gente que domina la naturaleza, que se mueve por este terreno peligroso sin impedimentos, que tiene que vivir en distintos sitios durante el año porque el clima arruina su confort, son felices, conscientes de ello, y con la humildad para querer conocer cómo es mi mundo, aprender de él. El dialecto que ellos hablaban era propio de su familia, una etnia muy minoritaria de las cuales ya quedaba poca gente en la comunidad. Uno de los chicos jóvenes podía usar alguna palabra que entendía y con eso pudimos intercambiar algunos conocimientos, ya que el resto se trataba de miradas gestos y empatía.
El sitio, como imaginareis, era humilde hasta sus cimientos. Es decir, lo necesario para resguardarse, para conseguir alimento y agua, cuidar a sus animales y preparar los viajes para su siguiente ubicación. Es por ello que mi viaje fue, en todos los sentidos, un choque no sólo cultural, sino de manera de actuar, ya que allí no hay grifos, ni tuberías. El calor se genera con fuego y la lluvia es un recurso más a utilizar, no algo de lo que huir.
Llegué a conectar con esa familia, porque…¿qué significa conectar? Vivimos “conectados” unos a otros por redes, teléfonos, internet… guardamos relaciones de distinta procedencia y por lo tanto distinto grado de implicación; tu familia, tu pareja, amigos, compañeros, colegas, conocidos… al final etiquetamos a nuestras relaciones en función de lo que significan para nosotros, y en ese mismo grado nos preocupamos por ellos o nos ofrecemos a ellos. ¿Qué hace que esta gente te de TODO lo que tienen sin siquiera conocerte? Sentir que sacrificarían su bienestar por un desconocido, que compartirían cosas contigo a cambio de tener escasez para ellos. Conectar es ver más allá de lo visible, de lo material, de lo que tienes, de cómo eres, de tu piel, lengua, o lugar y ofrecerte con amor y respeto, confianza y dedicación aunque no sea correspondida.
Durante la convivencia con esta familia pude disfrutar de largas caminatas por los alrededores del asentamiento, a veces solo, otras en compañía, todas increíbles. Entre todos los sitios visitados, elegí como mi propio asentamiento momentáneo la orilla de un gran lago, al que acudía diariamente a pasar horas, mi instante personal. La magia del lugar hacía que mis pensamientos se formaran de otra manera. Ya no había horas marcadas por un reloj, sino por el sol y mi propio instinto. Ya no había planes, retrasos, un whatsapp sin contestar, una publicación no vista… sólo silencio en mi cabeza, una estantería de pensamientos ordenados en sus cajones. Quizá sea la mejor terapia que he recibido en mi vida, no este viaje en concreto, sino todos esos momentos que he dedicado a apartarme (tanto física como mentalmente) de lo demás. No hablo de sociedad, ciudad, tecnología… hablo de desconexión, silencio.
El tiempo parado para ti mientras fuera de ti se sigue moviendo. Y cuanto más prolongado sea este paréntesis, mejores resultados genera; sueños lúcidos con todo detalle, pensamiento claros, ideas rápidas, claridad mental en todos los sentidos. Es por ello que este momento me ayudó, bajo este estado mental, a poder pensar en lo que soy, lo que era y lo que quiero proyectar, tanto en mi como en los demás.
Hay quien piensa que uno es como es y que no puede cambiar, o que a quien no le guste que se aguante. No conozco pensamiento más erróneo y más destinado al fracaso, por lo evidente de su naturaleza. Se puede cambiar, todos podemos cambiar y pienso que todos debemos cambiar en muchos momentos de nuestra vida, porque a veces ocurren cosas malas a las que hay que adaptarse, o cosas buenas a las que también hay que adaptarse, y cambiar o tener la intención al menos de aprender de ello es lo que nos hace más sabios y más consientes, y como consecuencia, estar en paz con nosotros mismos.
El viaje terminó, volví a mi casa, mi hogar, mi rutina, mis relaciones, mis pensamientos del día a día. ¿Volví siendo el mismo? No ¿Volví para ser el mismo? Tampoco. Un viaje te cambia, aunque sea muy poco, te aporta algo siempre, quizá algo nuevo, quizá algo distinto, un aprendizaje, un amigo, un negocio, una idea… Creo que las personas somos muy distintas, y captamos la naturaleza de las cosas de maneras muy diferentes.
Con el tiempo me di cuenta de que sólo depende de un factor; ¿cuán abierto estás a la experiencia? Puede sonar muy pretencioso pensar antes de un viaje “¿va este viaje a cambiar mi vida?”, pero desde que implanté este principio en mi vida, la vuelta siempre es mejor, vuelvo a mi hogar orgulloso de donde procedo, orgulloso de lo que he aprendido allá donde he ido y marcando nuevos objetivos en base a lo que he aprendido. Siempre que me formulo esta pregunta mi vida es un poco mejor, porque no tengo miedo al cambio, ya que mi cambio siempre es a mejor. “¿Cuán abierto estás a la experiencia?” ha sido mi transformación personal. “¿Va este viaje a cambiar mi vida?” ha sido mi medio para conseguirlo. Y a medida que aplico esta pregunta no sólo a viajes sino a otros aspectos de mi vida, más aprendo de lo que me rodea.